«Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer», dijo alguna vez Jorge Luis Borges. Los libros a los que se refiere, esos que lo hicieron soñar, lo inspiraron y lo instruyeron pueden ser consultados hoy en la Fundación que lleva su nombre. Pero no corrieron la misma suerte, por ejemplo, las bibliotecas personales de otros grandes escritores argentinos como Ernesto Sabato, Tomás Eloy Martinez o Manuel Mujica Lainez, que sólo pueden mirarse pero no tocarse. Y desde cierta distancia, como se mira un cofre que guarda un valioso tesoro. La llave para abrirlo debería, según el sentido común, estar disponible. Pero no lo está.
Los hijos de Sabato, Martínez y Mujica Lainez llevan años buscando sin éxito quien financie y tenga la preparación adecuada para inventariar y clasificar los miles de libros que ellos vieron desde niños en las bibliotecas de sus hogares y que ahora serían el festín de investigadores y lectores en general. Ni las universidades de gestión pública o privada que dictan carreras afines ni los institutos de investigación o entidades de bien público han decidido hasta ahora tomar a su cargo este servicio. En tanto, sólo algunos pocos pueden gozar, aprender o interpretar los comentarios anotados en los márgenes, los subrayados, las marcas y las dedicatorias que otros autores célebres les escribieron.
Los libros de Manucho están encerrados en una habitación de su casona El Paraíso, en Cruz Chica, Córdoba. Sólo se los puede ver tras una puerta de rejas que impide el paso a ese cuarto al visitante de la casa-museo. «Da nervios ver eso. Es terrible. Una biblioteca muerta. Sería lo mismo que poner libros falsos. Además, en vida de mi padre esa puerta de hierro no existía», dijo a LA NACION Ana Mujica, la única mujer de los tres hijos que tuvo el autor de Misteriosa Buenos Aires.
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Cuando Manucho murió, en 1984, dejó en su enorme biblioteca unos quince mil libros de los que quedan unos nueve mil doscientos. Los demás fueron robados a fines de los años noventa, aunque no hay investigación ni datos precisos sobre ese delito. También desapareció el inventario de la mitad de esos volúmenes. Así, en 2007, cuando Ana aceptó asumir el cuidado del legado de su padre, se retomaron los intentos por clasificar la biblioteca. Se hizo un acuerdo con la Biblioteca Nacional, que les obsequió dos computadoras y envió una bibliotecaria durante tres días. «Ella instaló un software de la Unesco, Winisis, y les enseñó a usarlo a dos señoras amables. Se llegaron a registrar cuatro mil libros. Pero se robaron la computadora, nos quedamos sin sistema y ahora no se sabe buscar, así que es lo mismo que la nada», contó Ana.