Suleimán Alí recogía su tenderete callejero, iluminado ya a esas horas con luz artificial. El vigilante de la escuela comenzaba su turno de noche. Asabe Kwambura, la directora, hablaba por el teléfono móvil ajena al silencio exterior. Deborah acababa de meterse en la cama del dormitorio de chicas, como su compañera Amina Tsawur. Las dos habían estado estudiando hasta esa hora porque al día siguiente tenían los exámenes de secundaria. Cerca de ellas ya soñaban Hauwa Mutah o Sehah Samuel, cristianas, junto a Hasana Adamu o Kabu Malla, sus amigas musulmanas. Pasaban unos minutos de las 23:30 de la noche del 14 de abril de 2014. En la localidad de Chibok ya nada volvería a ser igual.
Cuatro horas antes, fuentes de inteligencia el ejército nigeriano recibieron una información inquietante: Boko Haram se preparaba para un ataque masivo a una escuela en la ciudad. Lejos de reaccionar con celeridad, los 15 militares destacados en el pueblo se quedaron congelados y no acudieron a proteger el edificio. Horas antes habían hablado con las niñas: «Podéis estar tranquilas. Nadie os hará ningún daño». Pero estaban vendidas. A la hora de la verdad, tan sólo el vigilante nocturno se opuso a las decenas de terroristas llegados en camiones y vestidos con uniformes del ejército nigeriano. En los dormitorios las niñas supieron que algo no iba bien cuando comenzaron a escuchar gritos de «Alá es grande».
La elección de Chibok no es casual. Se trata de una localidad mayoritariamente cristiana en medio del territorio sin ley de Boko Haram. Además, atacando un colegio mal defendido consiguen un objetivo simbólico contra el que luchan: la educación, una especie de criptonita para todo movimiento radical que se precie.
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A Sambissa no llega el Estado. Es una región sin ley. En ese trayecto nocturno lograron escapar algunas de las 270 menores raptadas. Otras lo harían días después. En total, 41 consiguieron regresar a sus casas. Su testimonio habla de «violaciones, trabajos forzados y esclavitud sexual» en los campamentos de la secta de Abubakar Shekau, el sanguinario líder de la secta salafista.
El Gobierno nigeriano sufrió la misma parálisis que su ejército. Tardó dos semanas en reaccionar y admitir el ataque. Cuando llegó la ayuda internacional (China, Israel y EEUU mandaron drones y satélites para buscarlas) quizá ya era demasiado tarde. Goodluck Jonathan, el anterior presidente de Nigeria prometió varias veces su liberación, a sabiendas de que su ejército hace años que no domina esa zona, un pequeño califato a imagen y semejanza del grupo al que rinde pleitesía, el autoproclamado Estado Islámico