Al llegar a la base de Guantánamo, Cuba, a los militares estadounidenses les resulta fácil sentirse en casa: pagan en dólares, comen en los habituales locales de comida rápida, compran en supermercados con los mismos productos que en Estados Unidos, ven la televisión de su país y se mueven en autobuses escolares amarillos. Pero con el tiempo, surgen inconvenientes: la velocidad de internet es desesperante; si quieren recibir un envío desde la Unión Americana necesitan dinero y paciencia, y determinados alimentos dejan de golpe de estar disponibles. Y, sobre todo, constatan una diferencia vital con respecto a cualquier otra instalación militar: no pueden salir de ella.
La base naval en la Bahía de Guantánamo, al sureste de Cuba, es una isla dentro de otra isla. Estados Unidos controla 116 kilómetros cuadrados de territorio en un país con el que no mantiene relaciones diplomáticas desde 1961. No hay otra base en esa situación. Los 28 kilómetros de frontera están delimitados por vallas de tres metros de altura y estrechamente vigilados.
Pese al imponente despliegue, la amenaza de seguridad es ínfima, más allá de la llegada de dos o tres ciudadanos cubanos al mes que solicitan asilo. No se recuerda ningún incidente relevante desde que la base se abrió en 1903 a cambio de cesar la ocupación militar estadounidense tras la guerra que llevó a Cuba a independizarse de España.
Ejercicio cubano-estadounidense
Guantánamo es un ejemplo de cooperación militar con un enemigo: desde principios de los años noventa se celebra una reunión mensual del comandante de la base con el responsable fronterizo cubano y desde hace siete años se efectúan anualmente ejercicios de emergencia conjuntos. Incluso, hay muestras de cierta sintonía: han sonado los himnos de ambos países, se ven algunas banderas conjuntas y se venden souvenirs cubanos.
Tras el anuncio en diciembre del restablecimiento de las relaciones entre los rivales de la Guerra Fría, Guantánamo —de funesta reputación desde que en 2002 se instaló una prisión para sospechosos de terrorismo— es un laboratorio del deshielo.
Pero oficialmente se impone la cautela. “Nada ha cambiado para nosotros”, dijo la portavoz de la base, Kelly Wirfel, en una entrevista con un pequeño grupo de periodistas que visitó Guantánamo a finales de abril.
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Espera y ventajas
Pero Wirfel admite que la normalización ha abierto una nueva era, que si se consolida acabará repercutiendo en esta envejecida y desangelada base, en la que residen unas seis mil personas. La incógnita es cuándo: “Podría ser en dos años o en 20, quién sabe”, esgrime. “Nos beneficiaríamos de sus bienes. La mayor ventaja sería en fruta y verdura fresca”. Ahora, todo llega en avión y barco desde Estados Unidos.
Cerca y lejos del tabaco
“Me encantaría ir a Cuba”, dice el estadounidense Raúl Sánchez, militar de 26 años, quien lleva seis meses en Guantánamo. El anuncio del restablecimiento diplomático, explica, fue recibido con fervor en la base. Su único contacto con Cuba son las emisoras cubanas que se pueden escuchar en el complejo.
En cambio, las ondas de Radio GTMO, la emisora de la base, no salen del perímetro militar. En su sede, venden desde hace 15 años camisetas y muñecos que rezan: “Rockeando en el patio trasero de Fidel (Castro)”.
“Era un modo de promoción y el dinero va a la comunidad”, defiende Steven Jacuini, el ingeniero de la Marina al frente de la radio. Pero si se consolida el deshielo con Cuba, admite, “lo más probable” es que retiren los productos. Puede que también pierda sentido vender en las tiendas de la base camisetas con un mapa de Cuba y el emblema: “Cerca, pero sin puro”. Quizá entonces, entre el surtido de cigarros y botellas de ron en las estanterías de los supermercados de Guantánamo, los haya cubanos.