Enrique Peña Nieto, calendario en mano, tiene más futuro que pasado. Pero en el mundo de la política, el tiempo nunca traza una línea recta. Con las elecciones intermedias, a las que están convocados este domingo 83 millones de mexicanos, su Gobierno entra, sin haber cruzado el ecuador, en la fase final. Tres años en los que tendrá que gestionar un enorme descontento, enfrentarse al reto salvaje de la violencia y esperar que la economía, tras décadas de letargo, despierte. La cuenta atrás, para el presidente de México, ha empezado.
El sistema mexicano impone dos limitaciones de partida a sus jefes de Estado: ganan los comicios sin segunda vuelta y no pueden presentarse a la reelección. El resultado son presidencias de mayoría corta (38% en el caso de Peña Nieto) y muy susceptibles a la erosión. No solo su base electoral es exigua sino que la imposibilidad de volver a presentarse desata, a medida que se acerca el fin de sexenio, tensiones dentro y fuera de su partido, el PRI. El poder presidencial mengua, mientras arrecia la batalla por la sucesión.
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Difícilmente cambiarán este horizonte las elecciones de hoy. Los comicios, en los que el mandatario se ha mantenido al margen, decidirán la Cámara de Diputados, nueve gobernaturas y el color de 16 congresos estatales y 1.009 municipios. La probable victoria del PRI en escaños, aunque por la mínima, supondrá un alivio momentáneo para Peña Nieto. Habrá conjurado el castigo más inmediato a su gestión y demostrado, si alcanza la mayoría absoluta con sus aliados, la formidable capacidad de supervivencia de su partido, ahormada a lo largo de décadas de poder único. Pero a pocos se les escapará la fragilidad sobre la que se asienta este hipotético resultado. Casi dos tercios del voto, vaticinan expertos como Francisco Abundis, habrán quedado en manos contrarias, y la abstención, el gran refugio de los descontentos, superará previsiblemente el 45%.
Esta distribución, habitual en las elecciones mexicanas, explica en parte la escasa valoración del presidente, una de las más bajas de la serie histórica. Y también el empeño que su equipo muestra en generar una agenda que le permita encarar la recta final sin demasiados vaivenes. Para ello han puesto sobre la mesa proyectos destinados a ampliar el apoyo popular, como el sistema anticorrupción y la justicia cotidiana. Pero ninguno de estos intentos ha hecho girar, de momento, las agujas demoscópicas. La tragedia de Iguala y los escándalos inmobiliarios aún pesan demasiado. El descontento y la desconfianza, como ha admitido el propio presidente, ocupan el centro del escenario político. “Peña Nieto tocó suelo a finales del año pasado, no ha repuntado, pero tampoco bajará. Su objetivo es consolidar las reformas”, señala el analista Roy Campos.
La posibilidad de un cambio de rumbo para después del verano gana enteros cada día que pasa. El giro no sería ajeno a la constatación de que las reformas estructurales con las que se abrió el sexenio ya han sido aprobadas y no han cumplido aún su objetivo prioritario:hacer crecer el PIB al 5%, el umbral mínimo para luchar contra la pobreza. A esta anemia se suma el varapalo que ha supuesto la inesperada crisis del crudo. El desplome de los precios ha eclipsado el fin del monopolio estatal del petróleo, la gran estrella del mandato, y abierto la espita de los recortes.
Otras reformas tampoco han corrido mejor suerte. La educativa, una de las grandes banderas regeneracionistas, ha sufrido un constante y salvaje hostigamiento sindical. En un universo donde las plazas docentes aún se heredan y venden clandestinamente, estas fuerzas han atacado la evaluación docente que impone la ley. Durante meses, el Gobierno ha resistido el pulso, pero la semana pasada, presumiblemente por temor a una escalada violenta en el tramo final de campaña, suspendió la medida. El desencanto, con esta cesión, ganó nuevos adeptos.