Bajo un inmenso cielo azul, frente al glaciar Exit en el parque Nacional de los Fiordos de Kenai, en el suroeste de Alaska, Barack Obama hizo una breve pausa: «¡Es espectacular! Nos queremos asegurar que nuestros nietos lo puedan ver», dijo.
La imagen es imponente. La Casa Blanca ha trabajado con cuidado en ella.
A varios miles de kilómetros de Washington, Obama cuenta la historia del lugar con un solo objetivo: mostrar su belleza, pero también la fragilidad de esta parte del planeta que se está calentando dos veces más rápido que el resto del mundo.
Desde 1815, este glaciar situado a unos 200 km al sur de Anchorage, la ciudad más grande de Alaska, se ha reducido en más de 2 km.
«Este es uno de los glaciares más estudiados por su accesibilidad», dijo el presidente estadounidense. «Eso dice algo de la urgencia con la que tenemos que tomar una decisión sobre este tema», agregó.
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Deborah Kurtz, investigadora del Parque, explica que el deshielo se está acelerando: «El cambio climático es el principal factor detrás del deshielo de los glaciares», asegura.
Los recursos del vasto estado de Alaska están estrechamente relacionados con la explotación de petróleo. Por lo que el lunes, cientos de manifestantes se reunieron en el centro de Anchorage para solicitar la cancelación de la licencia concedida a Shell para realizar perforaciones en el mar de Chukchi, en el norte de Alaska.
Pero el clima no es la única preocupación de los habitantes de este territorio comprado en 1867 a el Imperio ruso y que se convirtió en el estado número 49 de los Estados Unidos en 1959.
«Queremos dar una bienvenida a la altura de Denali», se podía leer en las pancartas que portaba un habitante visiblemente encantado con la decisión presidencial de cambiar el nombre de Monte McKinley, el pico más alto de América del Norte.