Sobre la sabana desértica de La Guajira venezolana se levantan las aspas de un parque eólico oxidado y abandonado donde no cae la lluvia, no retoñan las plantas, no engordan los animales, no crecen los niños, pero si los contrabandistas, muchos menores de edad.
Tras más de dos años de sequía, los campos guajiros quedaron abandonados y los que una vez fueron árboles hoy son grandes extensiones de ramales secos y repletos de basura en los que las cabras y burros flacos también están olvidados.
Ahora el cierre fronterizo del noroccidental estado del Zulia ha encendido un foco sobre la comunidad indígena que habita en el territorio, un asentamiento de 400 mil personas, la mayoría de la etnia wayúu, que vive sin agua y electricidad, signados por la pobreza, el desempleo y la desnutrición.
Solo les salva el contrabando, operado en buena parte por niños.
Las orillas de las polvorientas carreteras de tierra son los centros para los pequeños operadores del mercado ilegal de combustible y alimentos, un oficio que han aprendido de sus padres.
Allí donde el maíz no retoña, revender los productos básicos y el combustible subsidiados por el Estado venezolano para el alimento de las comunidades es una fuente rentable para los pobladores de la zona.
Los niños, delgados, con la piel reseca y muy bajitos para su edad, producto de la desnutrición, salen a las calles apenas pueden alzar unos cuantos kilos de peso, a cargar alimentos o succionar con sus bocas el combustible de los autos y venderlo en el lado colombiano de la frontera.
Ayari, una mujer wayúu dedicada durante años al contrabando y con 10 niños a su cargo, que dejaron la escuela para cargar unos cuantos kilos de arroz y trasladarlos a otro lado de la frontera, justifica la situación en que, a los ojos su cultura, los menores trabajan por el alimento de sus hogares.
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«Cuando el wayúu ve a su hijo manejando un camión, ya trabajando o siendo independiente a tan corta edad, para el padre es un orgullo», dice Ayari, una maestra que cuando termina sus labores en la escuela es contrabandista.
Y en un intento de borrar el estigma que marca a los indígenas como contrabandistas, añade: «no lo vemos como un delito (…), el wayúu toda la vida ha trabajado con eso, y aunque no le digan trabajo sino contrabando, el wayúu es comerciante».
A Ayari, que aprendió a manejar un camión a los 10 años, no le extraña la deserción escolar, pues la justifica por la exigencia de obtener ingresos para la familia.
«Si ese niño no sale a trabajar pensando solo en estudiar, muy seguramente él o su madre se enfermen por el hambre antes de terminar la escolaridad», afirma.
Todos trabajan para un grupo de hombres que les esperan a diario al otro lado de la frontera, quienes pagan unos cuantos pesos a cada niño que, como sus padres, son las mulas del contrabando.
Las madres son las ‘bachaqueras’ -término que alude a una especie de hormigas que viajan cargando alimentos-: toman de noche un autobús destartalado hasta la ciudad de Maracaibo, duermen en las aceras y esperan que abran los comercios para ser las primeras en comprar los productos regulados por el gobierno venezolano.
En esa ciudad, a cien kilómetros de la frontera, se ubica un asentamiento indígena a los pies de un costoso centro comercial. Allí, junto a su familia, un hombre replica la situación de la Guajira pues es el encargado de almacenar en sus depósitos el arroz de contrabando.
«Para el wayúu el contrabando se termina cuando se muere, porque al paisano si le cierran la puerta se va a meter por la ventana, el bachaqueo no lo acaba nadie, punto», sentencia ante la evidente realidad de una convulsa frontera colombo-venezolana.