Además de las toallas y las sandalias, hay un nuevo artículo de moda en las playas de Acapulco: unos estuches de cuero negro que cuelgan del cuello o los hombros y que se usan para cargar un revólver.
‘Híjole, cuando los vi afuera de mi oficina, casi eché mano a mi bolsa’, dice un empresario que vive con miedo tras recibir amenazas de muerte y mensajes extorsivos en su oficina, a cuatro cuadras del mar. ‘Vivo con terror, temo por mi vida’, informa a Associated Press.
La muerte puede llegar en cualquier lado en Acapulco por estos días: un vendedor de pareos, o pañuelos que se ponen a la cintura, murió al ser abatido a tiros por alguien que se escapó en una moto acuática. Otro hombre fue baleado cuando tomaba una cerveza en un restaurante en la playa. En los barrios pobres de las colinas que rodean la ciudad se encontró el cadáver de una niña de 15 años despedazado y envuelto en una manta, con la cabeza tirada en un balde que tenía un letrero escrito a mano por una banda de traficantes de drogas.
El aumento en los asesinatos ha hecho de Acapulco uno de los sitios más violentos de México, que ha espantado al poco turismo internacional que quedaba y que hizo que el gobierno estadounidense le prohibiese hace poco a sus empleados visitar la ciudad.
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Hoy es más fácil encontrar un camión lleno de soldados, un policía federal o un grupo de policías turísticos que un taxi en el boulevard costero que recorre la zona hotelera. Marinos de la armada patrullan la playa y la policía federal custodia el malecón.
Esta zona ‘está blindada’, aseguró el procurador del estado de Guerrero, Xavier Olea.
Pero no es así. Una semana después de que periodistas de The Associated Press visitasen la ciudad, desconocidos mataron a tiros a tres jóvenes a plena luz del día a dos cuadras de los restaurantes. Dos yacían en el cemento, frente a la playa, con sus cuerpos llenos de balas, mientras que otro se desangraba en la arena. Dos eran meseros, el tercero un vendedor ambulante de aceite de coco.
Recientemente, un poco más alejado de ese sector de la playa, otro estuche negro colgaba del cuello de un individuo apodado ‘El Teniente’. Trabaja como guardaespaldas de un hombre vinculado al bajo mundo, que aceptó reunirse cerca de un restaurante al aire libre para hablar de la situación de seguridad, a condición de no ser identificado para evitar ser blanco de rivales o de las autoridades.
‘Hay 300 sicarios aquí en la zona costera’, dijo el hombre, haciendo gestos notorios mientras comía pescado y camarones fritos. En las inmediaciones había al menos un segundo guardaespaldas. ‘Un sicario en forma gana cinco mil pesos (275 dólares) a la semana».
Expertos dicen que en Acapulco salen a la luz las limitaciones de la estrategia de seguridad del gobierno. Casi ningún miembro de la policía federal es de la ciudad y quedan desubicados apenas se alejan del boulevard costero y se internan en los serpenteantes barrios de las colinas. Su armamento pesado no se adapta bien a las funciones policiales y su tarea se ve entorpecida por un sistema judicial difícil de manejar y por la falta de capacitación para investigar.
La semana pasada dos hombres fueron baleados en la calle a una cuadra de la popular playa Caleta. La policía se presentó, pero no llegó ninguna ambulancia. Amigos o parientes cargaron a los hombres en vehículos privados y los llevaron a hospitales. La policía marcó los sitios donde había cartuchos con botellas de plástico, pero no hubo indicio alguno de que hubiera habido una investigación seria.
‘Es el mismo problema en Guerrero, en Tamaulipas y en Michoacán’, dijo el analista de temas de seguridad Alejandro Hope, aludiendo a tres estados donde ha habido un marcado aumento en los asesinatos. ‘De repente hay una emergencia, envían soldados y a corto plazo disminuyen las muertes. Pero surge otra emergencia en otro lado y los soldados tienen que irse, sin haber mejorado la capacidad de la policía local’.