«los primeros que irrespetan a la naturaleza son los funcionarios encargados de defenderla», asegura Ligia Arreaga, una ambientalista que suma una década de activismo a favor de la selva del Darién, el tapón natural que une a Panamá y Colombia.
El país centroamericano tiene leyes «extraordinariamente buenas, lo que hace falta son funcionarios decentes que estén dispuestos a hacer cumplirlas a costa de su puesto de trabajo y su vida», dice a Efe.
Desde 2009, dijo, la periodista y activista ha recibido amenazas de muerte por su defensa del Humedal Laguna de Matusagaratí, un ecosistema conectado con el Pacífico, del que dependen cientos de especies -algunas en peligro de extinción- y que está afectado desde hace nueve años por una invasión de cultivos que ha contado con la anuencia del Estado.
Esto es posible porque casi el 70 por ciento de sus 50 mil hectáreas no forma parte de ninguna área protegida, a pesar de tener condiciones para ser declarado un humedal de importancia internacional.
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Y aunque una gota de fertilizante vertida en el área desprotegida se riegue en segundos por todo el humedal, la Justicia panameña no parece ver la urgencia.
«El Poder Judicial de Panamá está muy corrupto, así me metan presa mañana, yo se los digo. Está sumamente corrompido», advierte sin temores, después de relatar su historia de desencantos, de denuncias, sobreseimientos y causas abiertas.
Los mensajes de intimidación que le han llegado le exigen que abandone su lucha para acabar con la explotación de la laguna, un problema que inició con la entrega de títulos de propiedad dentro del ecosistema, durante los Gobiernos de Martín Torrijos (2004-2009) y Ricardo Martinelli (2009-2014).
Desde entonces, buena parte del humedal fue secado poco a poco, con el dragado de vertientes artificiales distintas al río Tuira, uno de los más importantes del Darién y que depende de su relación con la laguna para no salinizarse y condenar la vida de los campesinos.
La disminución del nivel de agua, que ya afectó la humedad de los suelos colindantes, fue necesaria para abrir paso al arroz y luego a la palma aceitera, una de las siembras que más daño causa al ambiente y que ha invadido violentamente zonas de la vecina Colombia para el financiamiento de paramilitares.
Precisamente Arreaga se enfrenta a intereses similares a los que desplazaron a comunidades negras enteras, hace unos 17 años, en el Chocó del país andino.
Un colombiano que compró a los campesinos darienitas las propiedades que les cedió el Estado, Javier Daza Pretelt, fue condenado en 2014 a 10 años de prisión por desplazamiento forzado e invadir áreas de importancia ecológica en su país natal.
Sin embargo, la empresa que adquirió estas tierras se asentó en Matusagaratí con consentimiento oficial, y Daza Pretelt, detenido en Panamá tras conocerse su condena, quedó en libertad después de que la Justicia declarara nulo su proceso de extradición.
El antecedente colombiano no sirvió para prevenir a las autoridades panameñas, pero sí como estandarte para anunciar a los darienitas quién era el nuevo vecino, según describe Arreaga.
Ella está segura de que las amenazas de muerte que ha recibido están asociadas a estos grupos que han sido condenados en Colombia por sus abusos.
Los mensajes sobre un eventual sicariato o sobre fingir su muerte accidental le han llegado a través de terceros, personas que califica de «serias y profesionales», y que, como ella, tienen oídos en todas partes, porque saben cómo son las cosas en el Darién.
Ligia, ecuatoriana asentada en Panamá desde hace 16 años, llegó a la selva con un proyecto de cooperación internacional sobre agricultura sostenible y tras algunos años entendió esta región indómita a través de su conformación: etnias indígenas, campesinos e inmigrantes, permeados por los efectos del conflicto colombiano y la ausencia del Estado. La receta del desarraigo.
Cuando finalizó esa misión, hace unos 12 años, decidió quedarse para hacer el periodismo que no veía. Desde ese entonces, conduce un programa de radio sobre ambiente que se inunda de denuncias ciudadanas.