En lo alto de una pasarela peatonal que atraviesa el que será uno de los trayectos de las delegaciones y los turistas hacia los estadios cuelgan dos enormes lonas conmemorativas de los Juegos Olímpicos de Río.
Están rotas. Alguien las ha rasgado con saña, tanta que ni siquiera puede leerse el eslogan de esta edición: “Río, un mundo nuevo”. No es el único ataque: en la playa de Copacabana hay una estructura con los cinco anillos olímpicos que amaneció llena de pintas, contra la crisis, contra el Gobierno y por mejoras en la educación.
Lo que sería un acto de vandalismo de un adolescente antisistema refleja que, a 10 días del inicio de las competiciones, Río de Janeiro no está totalmente cómoda con su papel de anfitrión. Si no fuese por la decoración urbana, como esas lonas, los castillos de arena con los anillos olímpicos que construyen los artistas callejeros en la playa o la presencia ostensiva de militares, ningún visitante diría que la ciudad está en vísperas del mayor evento deportivo del planeta.
“Con la crisis política y económica, ha habido una transformación en cómo los cariocas se relacionan con los Juegos. En 2009, cuando ganamos, hubo una fiesta nacional, era un nuevo estatus internacional para Brasil. Hoy Río, en profunda crisis económica, vive un sentimiento aún más hostil que el del Mundial de 2014.
Entonces, a pesar de las protestas, algunos brasileños decoraron sus calles. Hoy no vemos nada de eso, al contrario”, explica el profesor y politólogo carioca Mauricio Santoro. “El hombre que limpia en mi edificio, me dijo el otro día: ‘Estoy cruzando los dedos para que llueva durante los Juegos y se les estropee la fiesta. Es un ejemplo de cómo las clases populares no sienten este evento como suyo”, lamenta.
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A la falta de entusiasmo —el 63 por ciento de los brasileños cree que los Juegos traerán más perjuicios que beneficios, según la última encuesta— se suma el miedo a un posible ataque terrorista.
El terror ha conseguido eclipsar hasta los temores de contraer el virus del Zika. La detención, la semana pasada, de 11 brasileños que demostraron, en grupos de WhatsApp, su simpatía por el Estado Islámico, materializó, en el ideario colectivo, que un ataque es posible.
Varios aficionados que compraron entradas reconocen que su miedo ha aumentado con los últimos ataques en Europa y la detención de ese grupo que había jurado lealtad a los yihadistas, pero ninguno cambiará sus planes.
“La palabra miedo quizá no es la más adecuada. Pero me inquieta bastante”, explica la española Raquel Peña, quien viajará de São Paulo a Río para las competiciones que comienzan el 5 de agosto.