Ningún país podrá salir invicto de esta desgracia llamada coronavirus COVID-19. Es lamentable y dramático, pero será así. El avance implacable del virus dañará cientos de miles de familias sin importarle su condición social o económica. Tampoco sus inclinaciones políticas. Y apenas si se detendrá en fechas de nacimiento: en principio los más afectados parecieran aquellos mayores a 60 años o quienes presenten alguna condición en su historia clínica que agrave el cuadro. Sin embargo, los testimonios que arriban desde España, por ejemplo, son desoladores: muchas Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) están colapsadas, con sus primeras líneas -enfermeros y médicos- agotadas y con sus camas, en muchos casos, ocupadas no por pacientes de edad, sino por jóvenes de 20, 30 y 40 años conectados a respiradores.
En Italia, la tasa de mortalidad crece a pasos agigantados. Ayer, sólo se registraron 793 decesos en las 24 horas pasadas. Bérgamo se convirtió en el epicentro. Allí los muertos no son despedidos por sus deudos. El protocolo sanitario ordena que deben ser enterrados con la misma ropa con que dieron su última exhalación para evitar el contagio. Nadie puede llorarlos de forma presente. Nadie se abraza más allá de la distancia. Llantos en solitario, llantos en cuarentena. América Latina deberá prepararse mental y emocionalmente para tolerar escenas idénticas.
Europa, Estados Unidos y la región tuvieron a su alcance crónicas que alertaban desde enero sobre la presencia de un patógeno que se expandía de manera silenciosa y casi automática entre las personas de Wuhan, los seres humanos olvidados del régimen de Beijing, que demoró en reconocer el brote y que prefirió castigar a quienes habían levantado la voz para evitar que continuara propagándose. Cuando era tarde, actuaron.
En esta parte más pobre del globo, los gobernantes subestimaron la posibilidad de que aterrizara tan pronto y que fuera tan letal. El calor, supusieron algunos, sería barrera suficiente para combatirlo. No lo fue. Ni lo será. La cepa sobrevive hasta 72 horas en superficies tales como el acero, telas o billetes, presentes en cada metro habitado y hasta ¡nueve días! dependiendo de factores como la temperatura o la humedad.
Algunas administraciones latinoamericanas comenzaron a tomar en serio el asunto cuando ya era en muchos casos tarde. Otros prefirieron seguir subestimando al COVID-19 y abrazarse con la población, en una irresponsable mezcla de falso carisma e inconsciencia. Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro fueron exponentes -de un lado y otro de las ideas- de esa peligrosa necedad histórica.
Pero la mayor preocupación emerge, una vez más, en Venezuela. Nicolás Maduro no tiene mucho que ofrecer a su golpeado pueblo. Sólo promesas inocuas, falsas esperanzas y estadísticas adulteradas. Su sistema sanitario está absolutamente colapsado incluso desde mucho antes de que explotara este fenómeno. Expondrá como chivo expiatorio las sanciones que Washington le impuso pero sabe que esas excusas son mentiras que repetirá sin que sirvan para nada. Los medicamentos no estuvieron incluidos nunca en las amonestaciones contra la dictadura. Y fue él quien -cuando el mundo le ofreció ayuda humanitaria- bloqueó puentes y aeropuertos para que material básico para la población no arribara a las calles de su país. Las imágenes de retenes y contenedores cortando pasos fronterizos se hicieron célebres.
Ahora, el heredero de Hugo Chávez alegremente dice que será Cuba quien le proveerá la salvación a los venezolanos. El régimen de La Habana fue el vampiro que sacó cuanto pudo del petróleo chavista y el que penetró y corrompió gran parte de su sistema. El castrismo también deberá preocuparse por su imaginario sistema sanitario que es expuesto ante el mundo como de vanguardia. Las estadísticas, allí también, intentarán ser falsificadas aunque los muertos serán imposibles de ocultar.
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Rodríguez se animó a muchísimo más en su engaño. “Tenemos ya garantizadas las camas para la hospitalización de todos los pacientes que lo requieran”, dijo este sábado cuando comunicó las novedades de la pandemia en su país. Pero los datos lo contradicen: la mayoría de los estudios serios afirman que entre un 60 y un 80 por ciento de la población -de cualquier país- podría llegar a enfermarse. De ellos, alrededor del 80 por ciento de los que dan positivo para COVID-19 presentarán síntomas leves, que consisten principalmente en tos y fiebre. Esos podrán quedarse en sus casas, pero el resto deberá ser hospitalizado. Hoy, en todo Venezuela, hay 84 unidades de cuidados intensivos con respiradores. Sí, 84. La gran herencia del Socialismo del Siglo XXI. Maduro, hace pocos días, aseveró que tenía listas 4.500 camas. Pocos lo tomaron en serio.
Las medidas además son insuficientes no por la inconsciencia del venezolano medio que desde hace cinco años hace lo que puede para sobrevivir, sino porque nadie puede en aquel país devastado humana y económicamente almacenar comida para guarecerse en sus casas durante más de 24 horas. La cuarentena se cumple a medias y cada día hay filas para conseguir algo para comer. El dictador insinúa un estado de sitio que podría ser aún más lapidario por la hambruna que podría sobrevenir y el consecuente caos social.
Juan Guaidó, presidente interino y líder opositor, buscó ayuda internacional que el régimen descartó. Igualmente, el Palacio de Miraflores decidió refugiarse sólo en sus socios de conveniencia. Delcy Rodríguez -vicepresidente de la república- avisó el jueves pasado que a partir de esta semana que asoma se establecerá un “puente aéreo permanente” entre China y Venezuela “para la llegada de los insumos que se necesitan para combatir el virus COVID-19”. Maduro confía en el régimen que ocultó al mundo la epidemia. Beijing seguramente cumpla como lo hizo con Italia pero a cambio desangrará el futuro de la nación caribeña. Así y todo, las víctimas se contarán.
Argentina, Uruguay, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Paraguay, Bolivia y Centroamérica adoptaron medidas más o menos temprano y tomaron más en serio el riesgo en el que se hallaba la población. México y Brasil lo subestimaron hasta un absurdo surrealista: la historia no tardará años en condenar su miopía y si la falta de reacción golpea a sus pueblos por encima de lo inevitable.
América Latina se enfrenta al mayor y más doloroso desafío de su historia. Ni siquiera sus procesos independentistas del siglo XIX o las guerrillas y dictaduras de la centuria pasada podrían presentarse tan graves como lo será este reto desigual, ante un “enemigo invisible”, como lo llamó el presidente francés Emmanuel Macron. De confirmarse las proyecciones más optimistas, los muertos igualmente se contabilizarán por miles.
Cuatro factores, sin embargo, podrían atenuar el desolador panorama. La conducción de los líderes mundiales; la unión y responsabilidad de cada uno de los habitantes; la capacidad ilustrada de los científicos de todos los rincones del planeta y la tarea infinita de médicos y enfermeros que donan cada instante su piel para intentar vencer al mal. Cualquiera sea el resultado de esta pandemia, estos últimos tres protagonistas serán los verdaderos héroes de esta guerra. Infobae