Luz y Carla son maestras de Michoacán. Madre e hija. 50 y 32 años. Ambas salieron de una escuela normalista y ambas luchan hoy en la Ciudad de México contra la reforma educativa. “Combatiremos hasta el final”, dicen al unísono. Están en la plaza de la Ciudadela, a punto de arrancar la marcha que amenaza con estrangular capital. Han venido por la noche en autobús desde la ciudad de Lázaro Cárdenas, a 890 kilómetros, y ahora están rodeadas por un inmenso despliegue policial.
Más de 4.200 agentes han sido movilizados para frenar a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Enseñanza (CNTE), la organización sindical de ultraizquierda que ha declarado la guerra a una reforma aprobada por aplastante mayoría parlamentaria y respaldada por la gran parte de la ciudadanía. Una ley que acaba con la compra-venta de plazas docentes y establece el concurso obligatorio y la evaluación del profesorado.
– ¿No les parece una norma justa?
– Eso es falso, es una reforma laboral que busca despedirnos; nos evalúan para echarnos.
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Bajo un cielo dudoso, a punto de descargar una lluvia torrencial, los altavoces de la CNTE no dejan de lanzar soflamas. En la voz de los sindicalistas el presidente Enrique Peña Nieto quiere acabar con sus derechos, los medios de comunicación están vendidos a la oligarquía y los sindicalistas están siendo perseguidos por defender la libertad. A gritos, corean consignas contra la ley. Exigen su derogación.
“Que nos escuchen, no es una ley educativa, sino laboral. O se sientan a negociar con nosotros o no pararemos, vamos a luchar hasta que venga otro Gobierno. Y ya sólo faltan dos años”, dice Armando, docente de 49 años.
La protesta, al menos hasta media mañana, es pacífica. Los docentes aseguran repudiar la violencia y se desvinculan de los grupos que raparon esta semana en Chiapas a seis disidentes. Aunque impera entre ellos un discurso maximalista, algunos muestran una visión pragmática. “Yo no peleo para que retiren la ley; eso no es posible; pero sí que pido que modifiquen puntos muy lesivos; por ejemplo, que la evaluación no sea una prueba laboral, sino de capacitación, y que no te cambien la plaza por un contrato de seis meses si no apruebas”, explica Marta de 39 años. Con ella, van otros maestros. Todos asienten. Cobran 9.000 pesos al mes (470 dólares). Les parece poco. Pero no es eso lo que les preocupa. Cuando hablan de su trabajo se quejan del mal estado de sus escuelas, de la pobreza de sus alumnos (“algunos no saben lo que es un yogur”) y, sobre todo, de la desconfianza que les inspira el Gobierno. En un principio se muestran muy seguros, pero con el transcurso de la charla, unos pocos reconocen la imposibilidad de que se retire la ley, como exigen los líderes sindicales, aunque confían en avanzar algo con las protestas: “Si no lo intentamos, nunca lo conseguiremos”.