
Los dirigentes de Sudán del Sur firmaron un acuerdo de paz en septiembre, pero el hambre y la inseguridad siguen siendo el pan de cada día para la mayoría de la población alejada de Juba, donde los beligerantes preparan un nuevo reparto del poder.
«Escuchamos decir que habían firmado la paz, pero aquí no se ven los resultados», dice a la AFP Mary Nyang, residente en Kandak, de 36 años, una aldea del este del país donde el hambre es lo cotidiano y los combates entre el ejército y los rebeldes son recuerdos muy recientes.
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Mary es una de las aproximadamente 4,2 millones de personas que han tenido que huir de sus hogares, o sea, casi un tercio de la población del país.
La guerra civil estalló en diciembre de 2013, cuando el presidente Salva Kiir acusó a su ex vicepresidente, Riek Machar, de haber instigado un golpe de Estado.
El conflicto se extendió progresivamente en todo el país y estuvo marcado por atrocidades a gran escala, como la masacre de poblaciones civiles, la violación como arma de guerra y el saqueo sistemático.
Un reciente estudio estadístico de una universidad londinense determinó que al menos 382.000 sursudaneses han perdido la vida como resultado de la guerra y sus consecuencias nefastas, como enfermedades y falta de acceso a la atención médica.
En 2017, dos zonas controladas por la oposición fueron declaradas en hambruna y las últimas proyecciones respecto a la alimentación, conocidas el viernes, indican que unos 6,1 millones de personas necesitarán ayuda alimentaria en los próximos meses.
«La guerra es la principal causa de esta situación desesperante», confirma Pierre Vauthier, de la agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura (FAO).
Kandak se encuentra en una zona controlada por la oposición y, por lo tanto es deliberadamente desatendida por el régimen: no hay servicios públicos, escuelas o centros de salud.
– «Estamos exhaustos» –
Las cosechas y las provisiones de mercados fueron en gran parte interrumpidas por la guerra, y la población depende sobre todo de las organizaciones humanitarias para obtener alimentos.
La ausencia de carreteras, la inseguridad y el hecho de que los trabajadores humanitarios han sido atacados frecuentemente -107 han sido asesinados desde comienzos de la guerra- obligan a las oenegés y a la ONU a lanzar alimentos desde el aire.
«No podemos enviar suministros por carretera o vías fluviales», dice Tomson Phiri, del Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA).
Así, los habitantes de esta región se ven obligados a sobrevivir penosamente.
«El problema es la comida, hay muy poca», comenta John Jal Lam, de 28 años, padre de ocho hijos, al recoger la ración de sorgo para su familia.
En el otro lado del país, en Kerwa, casi fronteriza con Uganda, donde más de un millón de sursudaneses se han refugiado, la situación es aún peor, con la persistencia de combates pese al acuerdo de paz del 12 de septiembre.
«El gobierno no respeta la paz», afirma el general de brigada Moses Lokujo, uno de los comandantes de la rebelión de Machar (SPLA-IO).
Ambos campos acusan al otro de ser el agresor, y siempre la respuesta es militar.
«Todavía luchamos por la libertad y la democracia en nuestro país (y lo haremos) hasta alcanzar esos objetivos», añade el comandante rebelde.
«Estamos exhaustos», dice Jocelyn Kako a la AFP en un campamento de desplazados en Korijo.
Mientras los más pobres sufren hambruna, los líderes sursudaneses se preparan para establecer un nuevo gobierno de unidad nacional a mediados de diciembre, en el que Machar volverá a ser vicepresidente de Kiir.
La población ha recibido el nuevo acuerdo de paz con desconfianza, en virtud del fracaso del anterior. AFP