Rigoberto Carrillo vio cómo un hombre, con palo en mano, correteó a un niño porque «se había guardado algunos chiles o un jitomate» de la cosecha.
«¡Párate ahí, hijo de la chin…!», gritó Ramón Contreras, de San Antonio, Jalisco, encargado de vigilar uno de los ejidos en Sinaloa, donde Rigoberto trabajó y donde ese tipo de conductas contra los jornaleros son cotidianas.
«Se decía que era un hombre de respeto, que cargaba pistolillas. Solía amenazar a varios, nos gritaba: ¡Les estoy pagando con dinero, no con chiles! ¡Dejen ahí, y a chin… a su ma…!», relató el esposo de Yesenia Huasanche y padre de Perla, Esmeralda y Rigoberto.
A sus 24 años, Rigoberto Carrillo ha visto y sufrido todo tipo de maltratos contra los jornaleros que recogen las cosechas; trabajan hasta 12 horas corridas bajo los rayos del sol y con apenas media hora de comida.
«Vienen a trabajar, no a huevonear», nos dicen. «Vi cómo a una mujer mayor, un hombre corpulento lanzaba al suelo su bolsa con pertenencias porque, según él, se había robado algo de la cosecha».
Pero lo que lo hizo instalarse de manera permanente en Yurécuaro, Michoacán, fue haber sido amenazado, a punta de pistolas, por los cuidadores de un ejidatario de Sinaloa.
«No le tengo miedo a nada. Se me ocurrió pararme frente a la camioneta del dueño, porque mi cheque me llegó de 300 pesos, en lugar de los tres mil que había trabajado».
Los escoltas de inmediato se bajaron de la camioneta apuntándole con pistolas y dejándole en claro que el dueño paga como se le da la gana.
No tuvo opción. Trabaja junto con otros jornaleros varias horas para llenar los carros con 17 o 18 toneladas de cosecha: chile y jitomate.
Vive desde hace tres años y medio en el albergue comunitario de jornaleros agrícolas de Yurécuaro, Michoacán, y su mayor temor es que pronto sea desalojado, como ha sucedido con otras familias, por estar más tiempo del supuestamente reglamentado o simplemente no dejarse de los operadores de ese centro.
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Los desalojos, recordó su mujer, se realizan con policías y grupos violentos. Ella vio cómo sacaron a la señora Marcelina, madre de Adelicia, la niña de seis años que se ahogó en un pozo por estar sin cubierta, y que derivó en que la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitiera en noviembre pasado la recomendación 37/2015, dirigida a la Secretaría de Desarrollo Social para «reparar el daño» a los familiares e implementar medidas de rehabilitación, protección sanitaria y de seguridad dentro del dicho espacio.
Yesenia Huasanche tiene 25 años, pero desde los ocho ha trabajado en los campos agrícolas, primero con sus padres y ahora con su marido.
Ella sabe escribir; sin embargo, Rigoberto es analfabeto. Pero lo que los ayuda es hablar y comunicarse en español.
Son los indígenas que hablan en su dialecto los que sufren todo tipo de maltratos, abusos, discriminación y violencia. En el albergue solo quedó una familia de Guerrero que habla su propio idioma.
«No saben hablar español y no tienen forma de defenderse de la falta de pago, de las acusaciones de supuesto robo, de las agresiones, de los intentos de hasta violación contra mujeres», refirió.
Originaria de Acachuén, Michoacán, la joven madre explicó que en el albergue pagan 60 pesos a la semana —30 pesos por cada adulto— y participan en las labores coordinadas de lavar los baños.
Los cambios registrados en el albergue son que los sanitarios comunitarios antes estaban sucios y ahora a cada familia le toca asearlos a diario.
Taparon el pozo donde se ahogó Adelicia, pero siguen padeciendo de algunas plagas de chinches; carecen de agua caliente y el retraso en la paga hace que constantemente estén preocupados por ser desalojados y no tener donde dormir.
La pareja esperan que los compromisos realizados ante los jornaleros por el secretario de Desarrollo Social, José Antonio Meade, y el gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles, reflejen mejores condiciones para que tengan viviendas, dado que en sus pequeños cuartos viven hacinados; los servicios médicos cuenten con abasto de medicinas y se otorguen becas y apoyos a los menores, «que todo sea una realidad, más que palabras».