La turba había entrado en comisaría, incendiándola, saqueándola, con varillas de hierro, machetes, cadenas. Al principio eran 20 policías intentando evitar que les arrebatasen a los dos encuestadores, a los que la marabunta acusaba de haber intentado robar a una niña. Los policías se fueron replegando con ellos, pasaron de la comandancia a las estancias del Palacio Municipal, subieron por la escalinata a la primera planta, pero su círculo en torno a los hermanos Copado Molina se fue reduciendo. El empuje de la turba, el humo, el fuego, iba disgregando a los agentes. Siguieron subiendo, ahora a la segunda planta. Cuando, sin escapatoria, salieron a la azotea, sólo quedaban protegiéndolos un policía y el director de seguridad. Habían pasado las ocho de la tarde del lunes en Ajalpan, Puebla, y unas señoras acababan de tocar las campanas de la iglesia convocando a un acto de justicia psicótica en la plaza.
Lo último que vio el director de seguridad antes de que lo tumbasen de un golpe es a los hermanos José Abraham y Rey David Copado Molina dándose la mano en shock ante la gente que los iba a matar.
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Dos días después, el miércoles, su madre y otro hermano salían de la Fiscalía de Tehuacán, una ciudad cercana a Ajalpan a donde habían ido desde México DF para recoger sus restos carbonizados. La madre habló a los reporteros con una sonrisa ausente y los ojos repletos de venillas rojas. Cuando estaba dentro del coche, mientras el conductor subía la ventanilla automática, le pidieron que dijera cómo eran ellos: “Honestos y trabajadores”.