México tiene malas calificaciones en materia de corrupción. Basta mirar los índices para comprobarlo. Basta revisar lo dicho cotidianamente en los medios para reafirmarlo. Los niveles alcanzados son tales, que una parte de la sociedad se ha organizado para denunciar los hechos, identificar personas y presentar soluciones. Las inveteradas resistencias estatales cedieron a la presión de las denuncias para terminar convocando a la formación del “sistema nacional anticorrupción”.
El pasado miércoles 27 se le dio cabida en la Constitución. Por la gravedad de los hechos vividos y por lo mucho que erosionan la gobernabilidad y la civilidad, es esperable que las soluciones jurídicas a las que se arribó sean, si no perfectas, sí de enorme eficacia y calidad técnica. De otro modo, ni se justificaría el esfuerzo realizado ni, mucho menos, las expectativas creadas.
Las reformas hechas a la Constitución están construidas en dos ejes: el propio sistema nacional anticorrupción y el sistema nacional de responsabilidades administrativas. Partiendo de una correcta apreciación de los generalizados alcances de la corrupción, con la reforma se otorgaron competencias al Congreso de la Unión para emitir las leyes que permitan la coordinación de los órdenes integrantes del sistema federal (Federación, estados, Distrito Federal y municipios). Esto significa que cada uno de sus componentes acudirá con sus propias competencias y, en el ejercicio de ellas, buscará llegar a acuerdos con los restantes. La instancia rectora del sistema será un Comité Coordinador, compuesto por seis funcionarios con una actividad preponderante diversa (Auditor Superior de la Federación, Fiscal Anticorrupción, por ejemplo), y un representante del llamado Comité de Participación Ciudadana, órgano que con tal carácter se creó con la propia reforma.
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Las competencias del Comité Coordinador son para establecer los mecanismos de coordinación, diseñar y promover políticas de fiscalización y control de recursos públicos, determinar los medios para intercambiar información, elaborar un informe anual y generar recomendaciones no vinculantes, primordialmente.
El segundo eje es el sistema nacional de responsabilidades administrativas. Se generó al darle competencia al Congreso de la Unión para establecer los supuestos de responsabilidad, las penas y los procedimientos para sancionar administrativamente a los servidores públicos de todo el país y a los particulares vinculados con tales faltas. Se quiso estandarizar la legislación sancionadora, evitando las determinaciones diferenciadas propias de todo sistema federal. Sin embargo, la aplicación de los supuestos legales seguirá siendo de las correspondientes autoridades federales o locales.
En los dos ejes de la reforma hay debilidades. En el primero, lo son de carácter institucional. Es difícil suponer que el enorme problema existente pueda ser corregido por la mera coordinación de instancias con competencias propias y bien diferenciadas.
Es también poco probable que el órgano previsto para llevar a cabo la coordinación logre resultados efectivos, pues su operación no es permanente, tiene escasas atribuciones y su integración no es funcional. Ya apunté que sus miembros no están dedicados por completo a las tareas, y las funciones primordiales de algunos de ellos no tienen que ver con el combate a la corrupción, además de que no hay representación alguna de los diversos niveles de gobierno que se supone habrán de estar involucrados. Así, las bases institucionales del sistema nacional son endebles. Los problemas del segundo eje parten de un mal diagnóstico.
Se aceptó la extendida generalización de que, al ser la corrupción un fenómeno exclusivo de los funcionarios públicos, todo se reduce a combatir a los corrompidos, sin atender a los corruptores, es decir, a quienes corrompen. Por adoptar esa perspectiva, el combate a la corrupción quedó comprendido en los estrechos límites de la responsabilidad administrativa, consiguiendo que uno de los participantes en el juego difícilmente quede sujeto a reglas y sanciones. Los alcances del sistema de responsabilidades administrativas contra la corrupción son parciales, debiendo hacerse mucho en la legislación para extenderlos y hacerlos eficaces.