l presidente Barack Obama habla muy a menudo de «la creciente desigualdad» en los Estados Unidos. Pero, entre quienes estudian el fenómeno desde el llano y lejos del poder, la inequidad se transforma en la descripción de una sociedad donde la preeminencia de elites adquiere rasgos de una «nueva aristocracia».
En todo caso, una figura opuesta a la promesa del eterno progreso basado solamente en el talento, en el esfuerzo y en condiciones igualitarias de oportunidad, en el que se funda el llamado «sueño americano».
«En los últimos años, hemos visto un retroceso del modelo basado en la igualdad de oportunidades y un avance de aquel en el que lo que se hereda gana peso», describió, hace unos meses, el escritor y guionista Ronald Maxwell, autor, entre otras, de sagas históricas sobre la guerra civil norteamericana.
Es el patrón repetido en un debate que no se extingue y que periódicamente reaparece, con creciente virulencia. La última, en enero pasado, a partir de la tapa de la revista The Economist que hablaba de «la nueva aristocracia norteamericana».
Más allá del sarcasmo con el que aludía a una suerte de reversión para la llamada «Revuelta del Té», con la que este país inició su independencia de Londres, la tesis de la revista, que levantó ampollas, apuntaba a la idea de que las elites de este país habían llegado al punto de «ser capaces de reproducirse a sí mismas». Algo que los intelectuales norteamericanos vienen señalando desde distintos ensayos. Son enfoques que hablan de privilegios de cuna que se expresan con variada forma, en perjuicio de oportunidades para quienes son ajenos al círculo.
«Es una perpetuación que adquiere forma en varios aspectos. En la política, en la universidad, en el trabajo, en la economía y hasta en el sistema impositivo», según señaló Paul Caron, profesor de Derecho en la Universidad Pepperdine, de California.
La idea quiere desnudar una suerte de patrón social que se hace más evidente en los últimos años, los de la crisis económica y su contracara en la estadística sobre la tendencia a un modelo en el que «el 1% acumule más que el 99%».
Desde lo político, la discusión se potencia con el papel de los clanes familiares y el hecho de que la próxima elección presidencial pueda dirimirse entre dos familias que ya pasaron por la presidencia: los Bush y los Clinton.
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Pero no es lo único: otro de los potenciales aspirantes, el senador por Kentucky, Randall «Rand» Paul, es hijo de otro ex candidato a la Casa Blanca, el ex representante del estado de Texas, Ronald «Ron» Paul. Otros dos pretendientes del mismo partido están en similar situación.
«Eso, sin contar con los escasos meses de nuestras vidas en los que no hay un Kennedy en el Congreso», ironizó Maxwell.
El sarcasmo ha hecho carne en los programas humorísticos de la televisión: «Ya sabemos que todos pueden ser maravillosas personas. Hillary, Jeb, y por qué no, Chelsea y hasta George Preston [el hijo de Jeb, que es candidato a un cargo local en Texas]. Pero… ¿es que no hay nadie más?», suele ser la broma.
Ésa y la que sostiene que más que programas y propuestas bastaría con «un diagrama de un árbol genealógico» para entender el proceso electoral.
El otro costado es el de la creciente relación con el dinero. Los casi 1000 millones de dólares que los multimillonarios Charles y David Koch -«los hermanos Koch»- anunciaron como aporte a la campaña republicana y la sombra sobre la «compra de un presidente» sumaron un incómodo costado al asunto.
«¿Hemos llegado al punto en que sólo si eres rico puedes aspirar al liderazgo?», se preguntaba, días atrás, la revista conservadora American Thinker, a la que se le reconoce haber montado varias campañas de «indignación pública» en el pasado reciente.
La pregunta incluía un detalle de la millonaria fortuna de numerosas figuras políticas, sobre todo, en el Capitolio. «Tal vez eso explique por qué la política fiscal es más dura, proporcionalmente, con el salario de los que ganan menos que con las ganancias del capital», añadió. Una situación que hasta el ultramillonario Warren Buffet llegó a registrar.