Hace 70 años, cuerpos carbonizados flotaban en las aguas salobres que cruzan Hiroshima, la otrora vibrante ciudad japonesa consumida por el calor abrasador del que fue el primer ataque nuclear de la historia.
El olor a carne quemada llenaba el aire, mientras decenas de supervivientes con graves quemaduras se sumergían en los ríos para escapar del infierno. Cientos de ellos nunca volverían con vida a la superficie, empujados hacia abajo por una muchedumbre desesperada.
«Fue un destello blanco plateado», recuerda Sunao Tsuboi, de 90 años, sobre el momento en el que Estados Unidos lanzó la mayor arma destructiva hasta entonces.
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«No sé por qué sobreviví y viví tanto tiempo», dijo Tsuboi, para quien es «doloroso» rememorar ese día.
La ciudad de 1.2 millones de habitantes es de nuevo, siete decenios después del ataque, un próspero enclave comercial, pero las cicatrices de los bombardeos, tanto físicas como emocionales, todavía no se han borrado.