Una mujer indígena de unos sesenta años estaba sentada el domingo a las once de la noche en una esquina de la plaza de la catedral de San Cristóbal de las Casas, con sus tejidos artesanales a la venta, cubierta de pies a cabeza por una manta negra de lana de oveja. A cada rato, una niña pequeña, tal vez su nieta, iba y le ponía en la mano caramelos de colores. Ella no decía nada. Se los comía. Trece horas después, a mediodía del lunes, la plaza estaba llena de gente esperando la llegada del papa Francisco y entre toda esa gente, en la misma esquina, estaba la misma señora indígena en la misma posición, sentada, con su producto a la venta, pero sin el mantón encima y sin la niña que le entregaba puntualmente con máximo respeto caramelos de colores. Jorge Mario Bergoglio visitó una ciudad en la que los indígenas no piden fe. Piden, esperan con paciencia, que les compren algo.
«¡Esto es la maldición de Francisco!», bromea un tzotzil frustrado por no vender sus productos
La señora silenciosa de los caramelos, por supuesto, no era la única. Cientos, seguramente miles de chiapanecos de distintas etnias enfocaron el acontecimiento religioso como una oportunidad comercial. Hoy a mediodía, poco antes de que el Papa apareciese por el centro en su papamóvil, los alrededores de la catedral eran un zoco de pueblos originarios que necesitaban ganar dinero. Vendían desde artesanías tradicionales hasta modernos bastones de selfie. Tantos eran que poco podía vender cada uno. Como uno de los muchachos de los bastones, un tzotzil del pueblo de San Juan Chamula que en tres horas sólo había vendido dos artilugios y bromeaba resignado: «¡Es la maldición de Francisco!», mientras otro le decía que no mencionase el nombre del Santo Padre a la ligera: «No digas eso…».
Faustina Díaz estaba vendiendo blusas. Como no tenía clientes a los que atender aceptó perder un momento en escribir «Bienvenido Papa» en su lengua tzoztil: «La tal xa», garabateó en la libreta del reportero, y se volvió a sentar a esperar a que alguien le pidiese una blusa.
El antropólogo Gaspar Morquecho afirma que los indígenas ya son un 40% de los 200.000 habitantes de San Cristóbal de las Casas. Es el efecto de un fenómeno imparable de migración del campo a la ciudad en busca del dinero del turismo. Frustrados por el estancamiento rural, en el que malviven con la ayuda asistencial del Gobierno de Chiapas y lo que sacan de sus milpas o huertas, cada vez más se deciden a dejar sus pueblos e irse al comercio ambulante urbano. «Como el Gobierno no nos da trabajo tenemos que salir a vender en la calle», decía la tzeltal de 55 años Victoria Gómez, sentada en el borde de una ventana con sus raciones de tarta de queso a la venta sobre las rodillas.
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La pobreza en el campo impulsa a los indígenas al ambulantaje urbano
En la parte trasera de la bonita catedral amarilla de San Cristóbal había, sobre la acera, una larga fila de mujeres –ningún hombre– con sus chales, rebozos, bufandas, gorras y varios y variados etcéteras a la venta, jóvenes, con sus niños dormidos o incordiándolas o tomando el pecho los bebés, y sentadas con el mismo semblante impávido que la señora de los caramelos de colores. Algunas no hablaban castellano. Otras hablaban un poco pero no les apetecía hablar, o les daba demasiada timidez. Cuentan que el obispo Samuel Ruiz, cuando llegó en 1960 a San Cristóbal, se quedó impactado al ver cómo en la calle era habitual ver cómo los indígenas bajaban la cabeza encorvados al pasar junto a un mestizo. Medio siglo y un levantamiento zapatista después, en la capital simbólica del México indígena no se ven gestos de sumisión de esa clase, pero tampoco integración, mucho menos prosperidad.
Tres horas después el papa Francisco llegó a la catedral. Afuera seguían las mujeres indígenas. El Santo Padre de Buenos Aires dijo unas palabras y atravesó el pasillo del templo saludando a los fieles. Cuando salió, un hombre tomó el micrófono en el altar y dijo embelesado: «Hermanos, han sido sólo unos minutos, pero nos ha dado la bendición el Papa, y eso no hay quien nos lo quite».
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