Por fin, buenas nuevas desde México. En los últimos meses hemos tenido demasiadas noticias terribles: asesinato de estudiantes, escándalos de corrupción, huelgas de maestros revolucionarios, aparición de nuevos cárteles de narcotráfico, choques sangrientos entre el Ejército y grupos del crimen organizado. Ante el desprestigio de los principales partidos (muchos de cuyos gobernantes han sido despilfarradores, ineptos y corruptos) y la desconfianza que —según ha admitido el propio presidente, Peña Nieto— rodea a su Administración, algunos pasaron de la repulsión a los políticos a la repulsión por la política, paso previo a la repulsión de la democracia. Hubo actos de sabotaje y llamadas a la abstención. De pronto, apareció su majestad el voto: el domingo 7 de junio, 39,8 millones de mexicanos acudieron a las urnas. En las casillas, más de un millón de funcionarios contaron los votos y vigilaron el proceso. Se registraron, es cierto, algunos incidentes de violencia en el convulso Estado de Guerrero y hay numerosas impugnaciones que se desahogarán por vías judiciales. Pero en México la democracia está viva y coleando.
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Tradicionalmente, las elecciones intermedias eran muy poco concurridas, los candidatos pertenecían casi en su totalidad al género masculino, y unos cuantos partidos marginales contendían contra el PRI, que invariablemente ganaba con “carro completo” (frase de la época). Ahora la participación (47,7%) fue un poco mayor que en las pasadas elecciones intermedias de 2009, aumentó la oferta de candidaturas femeninas, hubo una pluralidad de opciones partidarias e ideológicas, contendieron por primera vez candidatos independientes, y el ciudadano ha hecho valer su capacidad de castigar al Gobierno en turno: en cinco de los nueve Estados en donde se celebraron elecciones para gobernador, triunfó la alternancia. En el Distrito Federal, la mayoría de las delegaciones pasaron a partidos opuestos al gobernante PRD. El PRI necesitó el concurso de dos partidos afines para asegurar una mayoría en la Cámara de Diputados.
Tal vez si las jóvenes generaciones (donde más anida la justificada indignación contra los políticos) conocieran las bárbaras costumbres electorales de México en el siglo XX serían más optimistas. Entonces las elecciones eran básicamente un teatro diseñado y organizado por el propio Gobierno del PRI para asegurar el triunfo de sus candidatos a todos los puestos: la presidencia de la República, 32 gubernaturas, las legislaturas federales y estatales, cerca de 2.500 presidencias municipales. En los años treinta y cuarenta, a los votantes de oposición (que un presidente llamó displicentemente “místicos del voto”) se les intimidaba o silenciaba a balazos.
Con el tiempo, el PRI desarrolló una verdadera tecnología para desvirtuar el sufragio: adulteración del padrón electoral, brigadas de voluntarios que votaban en varias casillas, robo de urnas o relleno de ellas con votos marcados previamente, instalación de casillas clandestinas, voto de personas inelegibles como niños, ancianos incapacitados (y hasta muertos), manipulación electrónica de resultados. Fuera de la inducción del voto (compra ilícita de buena voluntad, persuasión mediática ilegal o amenaza directa) casi todas estas prácticas han quedado en el olvido. Pero los ciudadanos, sobre todo los jóvenes, no se consuelan con la historia. Quieren buenos Gobiernos y los quieren hoy. Tienen razón.
En el Estado norteño de Nuevo León, cuya capital Monterrey ha sido una vanguardia industrial, educativa y tecnológica de México, el votante —sobre todo el joven— ha encontrado una salida: con una participación del 59%, mayor que la nacional, ha elegido con el 49% de los sufragios a Jaime Rodríguez, candidato ciudadano que ostenta el no muy civilizado apodo de El Bronco. Su victoria era previsible. Ante el alarmante ascenso del crimen organizado en los últimos años, la sociedad de Nuevo León reencontró su vieja vocación histórica de autonomía y decidió encarar por sí misma el problema. Los principales empresarios contribuyeron (financiera y operativamente) a la integración de una nueva policía local, alentaron la participación ciudadana, mejoraron el sistema judicial, todo con muy buenos resultados. En esa rehabilitación El Bronco tuvo una participación como alcalde del municipio de García. Hizo obra social y depuró la policía creando un grupo de reacción inmediata contra los delincuentes basado en el uso de Facebook y Twitter. En 2011 sufrió dos atentados del crimen organizado que no lo doblegaron, lo envalentonaron.
Aunque el discurso de El Bronco no es populista ni contrario a las leyes e instituciones, ha exhibido un carácter intemperante y desplantes retóricos. Su personalismo político es preocupante porque implica riesgos reales de caudillismo (esa enfermedad política de América Latina). Tampoco tranquiliza su falta de un plan de gobierno. Hay cierto paralelo con Vicente Fox (el ranchero a caballo, con botas y sombrero tejano, que ganó la presidencia en 2000), pero, de actuar con responsabilidad, El Bronco podría tener sobre aquel la ventaja de no ser un novato en la política: perteneció por tres décadas al PRI y conoce al monstruo desde dentro. Ese conocimiento podría servirle para atajar las prácticas de corrupción.
La negociación de El Bronco con la legislatura local dominada por los partidos que venció es una incógnita mayor. Para plantearla —a diferencia de Fox— deberá aprovechar con rapidez el apoyo masivo que recibió. La gente tiene esperanza de que su Administración sea limpia y constructiva: algunos políticos respetados y honestos se han comprometido a incorporarse a su gabinete. Si El Bronco tiene éxito, no es imposible que un candidato ciudadano compita para la presidencia en el 2018.
Su triunfo, en cualquier caso, tiene dos significaciones mayores. Es el despertar del norte del país, de donde históricamente, desde el siglo XIX, han partido los procesos de modernización. Y es una seria llamada de atención a los partidos cuya renovación política y moral es urgente: una democracia no puede funcionar sin ellos. Esto lo ha entendido Andrés Manuel López Obrador, el caudillo populista cuyo nuevo partido, Morena, ha alcanzado, en su primera elección, el 8,3% de los votos. No hay duda de que, con esa plataforma, contendrá por tercera vez a la presidencia.
El mapa político mexicano se ha pintado de varios colores. La conciencia democrática progresa en la dirección correcta y donde más se necesita: de abajo hacia arriba, del nivel municipal y estatal al federal. La corrupción —que era consustancial al antiguo sistema político— hoy es denunciada y repudiada en los medios y las redes sociales gracias a las libertades que caracterizan a la democracia, ese proceso difícil que los mexicanos estamos aprendiendo a ejercer día con día. Difícil, engorrosa, lenta, malhumorada, insatisfecha, insatisfactoria, vociferante, esa es la democracia. Tan distinta, por fortuna, a la fe abstracta en la revolución y la utopía.