La muerte es una fiel compañera del periodismo en México. A veces espera a la puerta de la redacción, otras en el coche o incluso en la misma casa del reportero. Ahí fue donde la vio venir el pasado 2 de enero Moisés Sánchez Crespo, el editor del pequeño semanario comunitario La Unión, en Medellín Bravo (Veracruz). Ya de noche, nueve encapuchados irrumpieron en su domicilio, le sacaron de la cama y delante de su esposa e hijos, le quitaron el ordenador, la cámara y el móvil. Luego, lo empujaron a la oscuridad. Esa misma noche le cortaron el cuello. La orden partió supuestamente del jefe de la Policía Local.
Moisés no era conocido. Ni tenía amigos poderosos. Su revista era gratuita y de circulación reducida, pero desde esa atalaya mínima fustigaba los vínculos del alcalde y sus agentes con el narcotráfico. En un universo olvidado, era tan solo un periodista. Como Filadelfo Sánchez Sarmiento, como Juan Mendoza Delgado, como Armando Saldaña Morales. Desde 2000 han muerto asesinados en México unos 90 informadores. La cifra convierte al país en uno de los más peligrosos del planeta para ejercer la profesión (ocupa el puesto 148 de 180 países de la Clasificación Mundial para la Libertad de Prensa). Y la cifra va a más. Sólo desde junio de 2014, han caído una docena de reporteros, la mitad en los agujeros negros de Oaxaca y Veracruz.
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Bajo esas condiciones extremas, hay amplias zonas en México donde la libertad de expresión no existe. Tamaulipas o Veracruz lo demuestran. Allí, los medios locales evitan hablar del narco o de la violencia. Las informaciones no se firman. Las palabras se corrompen. A los sicarios se les llama civiles armados; a los asesinados, abatidos. La cadena es perversa. Tras el crimen, sigue la autocensura. El periodismo se vuelve un cadáver viviente. Y quien busca revivirlo, paga. A veces no hace falta ni matarlo. Basta con enseñarle los dientes.
Enrique Juárez fue director del periódico El Mañana de Matamoros, en la salvaje Tamaulipas, hasta el 4 de febrero pasado. Ese día publicó un titular de primera página tan simple como: Combates, 9 muertos. No daba el nombre de las víctimas tampoco la autoría de los asesinatos. Un texto plano sobre los incidentes de la jornada. Daba igual. Aquello no le gustó al narco. Dos horas después de salir la edición, fue secuestrado en la propia redacción y torturado. Nunca más volvió a Matamoros. Tuvo que huir. Y ahora, cuando se le pregunta cuál es su sueño, Juárez, de 51 años, responde: «Hacer periodismo».