«Quisiera saber dónde estás para ir corriendo y salvar tu vida, no importando quitarme la mía». Esas palabras nacen del dolor de María Micaela Hernández, madre de Abel, estudiante desparecido en Ayotzinapa. Es el mismo dolor de millones de madres. La tristeza sin fin de los familiares de desaparecidos es parte de la estrategia diseñada para imponer el terror y la angustia y someter a las personas a la voluntad arbitraria del poder.
En la historia de la humanidad abundan los ejemplos de la brutal capacidad del ser humano para crear el infierno en la tierra. El holocausto no sólo desnudó al animal salvaje y su fuerza asesina, sino también a la frialdad para diseñarlo. El 12 de diciembre de 1941, en la carta de presentación del decreto firmado por Hitler, Noche y Niebla, que reglamentó la práctica sistemática de las desapariciones, Wilhelm Keitel, Comandante Supremo del Ejercito alemán, explica el objetivo del decreto: «Una intimidación eficiente y duradera sólo se logrará con la pena capital, o con acciones que no permitan a los familiares del criminal y a la población conocer su destino».
Décadas después, el objetivo de las desapariciones se mantiene incólume: destruir a la persona y a la sociedad que lo rodea. En el siglo XX la hiedra de las desapariciones avanzó sobre decenas de países. América Latina puso su dolorosa cuota y le dio un nuevo significado a esa palabra. Hace 41 años, el 29 de Marzo de 1974, el Comité Pro Paz chileno presentó un recurso de amparo masivo por el arresto y desaparición de 131 personas. Ese día, la palabra desaparecido tuvo su bautismo jurídico, y «Nunca Más» significaría lo mismo.
En México, lamentablemente, en la última década la palabra «desaparecido» se ha transformado en un aullido interminable para la sociedad mexicana. El 11 de diciembre del 2006, 11 días después de haber asumido la presidencia, el presidente Calderón anunció el envío de más de 5.000 militares y policías a Michoacán para combatir el narcotráfico y «fortalecer la seguridad de los mexicanos y sus familias». El apoyo político, la ausencia de control civil y la impunidad en la justicia militar, crearon la tormenta perfecta para que la lista de desaparecidos se multiplique. Desde ese día, nada fue igual para los mexicanos y sus familias. Según datos oficiales, en México hay más de 25.000 desaparecidos.
Al igual que sucedió en otros países, la cifra puede ser mayor. El hallazgo más impactante del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú, fue descubrir que el número de víctimas era mucho mayor al inicialmente estimado. Las causas de ese incremento son trasladables a la realidad mexicana: «…si consideramos dónde y a quiénes afectó principalmente el conflicto armado interno (las zonas rurales, campesinas, pobres y culturalmente más distantes del mundo «occidental» peruano), no resulta inverosímil que tantos ciudadanos de «ése» Perú hayan perecido ante la indiferencia o desconocimiento del país «oficial», «moderno» u «occidental». Considerando que un porcentaje elevado de las desapariciones registradas por las organizaciones de la sociedad civil no figuran en el registro oficial, es razonable asumir que la cifra oficial debería ser mayor.
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Una investigación de la revista Proceso, revela que el Gobierno mexicano, local y federal, participó en la planeación, implementación y encubrimiento de los asesinatos y desapariciones. Los estudiantes fueron monitoreados con anticipación, y la información era compartida entre la policía local, federal y el Ejército. Asimismo, los estudiantes no fueron elegidos de forma aleatoria, ya que por lo menos once formaban parte de organizaciones políticas estudiantiles. Luego de las desapariciones y ejecuciones, el gobierno puso en funcionamiento un plan para entorpecer la investigación y encubrir los hechos, al mismo tiempo que impulsaba un relato oficial, creado en base a torturas, presiones y mentiras.
El Presidente Peña Nieto puede ponerle fin a las desapariciones. El primer paso consiste en el reconocimiento de la existencia y gravedad de la situación. Sin embargo, a juzgar por la irracional reacción del Gobierno contra el informe del Relator de Naciones Unidas contra la Tortura, Juan Méndez, pareciera que la voluntad para ponerle fin a este flagelo es una simple máscara. Luego de que Juan Méndez, miembro del podio de los defensores de derechos humanos más experimentados, respetados y profesionales, hiciera público su informe denunciando una práctica generalizada de tortura e impunidad, el gobierno optó por acusarlo de falta de ética y profesionalismo y le retiró cualquier colaboración futura. A la reacción contra Juan Méndez, se le deben añadir, entre otras, las recientes reacciones contra el Comité contra la Desaparición Forzada y contra el Equipo Argentino de Antropología Forense. Negar la realidad, matando al cartero, no es un paso muy auspicioso para terminar con las numerosas violaciones a los derechos humanos que azotan a México.
«Desde aquel día de tu partida te sigo esperando, hijo, y sé que estas lágrimas que lloro, al final será el precio por verte de vuelta…», continúa María Micaela, esperando que Abel vuelva a sentarse a la mesa. Por cada hora negando la realidad e inventando un relato oficial, el gobierno suma a su lista a otro desaparecido, torturado o ejecutado.
Para que México pueda ser nuevamente lindo y querido para todos los mexicanos, el presidente Peña Nieto debe cambiar radicalmente su política de seguridad y de derechos humanos. Para lograrlo, tiene a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional de su lado. Lamentablemente, por ahora, él y su Gobierno están del otro.