Todos nacemos física y psicológicamente dependientes de nuestros progenitores, pero el éxito de la educación consiste precisamente en que el hijo alcance el mayor grado posible de autonomía en un marco de empatía y solidaridad con los demás.
La dependencia es el elemento nuclear de muchísimos problemas y trastornos: relaciones de pareja machistas con o sin violencia física, inmadurez emocional, drogodependencias, determinados trastornos de personalidad, incapacidad de emancipación, dificultades en el manejo de las propias discapacidades o dificultad de organizarse con otros iguales para alcanzar objetivos comunes.
Ser o actuar de modo dependiente forma parte del conjunto de lo que podemos denominar como relaciones verticales entre las que se incluyen la propia dependencia, la obediencia o el sometimiento, en las que uno está arriba y el otro abajo, por así decirlo. En cambio, las relaciones horizontales son las que permiten establecer relaciones de colaboración y cooperación entre iguales. Esta geometría de las relaciones es variable, y se adquiere en el entorno más cercano. Nos referimos a lo que aprendemos de pequeños sobre lo que significa conceptos como los siguientes: ser autónomo o dependiente; asumir o no responsabilidades; tener criterio propio para juzgar y tomar decisiones o depender siempre de otro; y mantener una actitud pasiva o proactiva ante los acontecimientos de la vida y ante la vida misma. Hay quien se mueve mejor en un tipo de relaciones que en otro, pero hacerlo exclusivamente en las verticales siendo uno una persona adulta puede resultar peligroso.
Una manera de definir la dependencia es la de una situación de subordinación a un poder que se percibe como mayor que uno mismo. Por ejemplo, en el caso de la dependencia emocional, lo habitual es que al menos al principio se considere a la otra persona como un ser superior, especial o ideal. Con el tiempo, la opinión puede cambiar, pero al intentar abandonarla, se produce síndrome de abstinencia, como en la adicciones y, a la larga, también indefensión y baja autoestima debido a los intentos fracasados de dejarlo. Pero la superioridad del poder del otro es un error de percepción del dependiente, que es precisamente quien le ha otorgado ese poder.
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Desde el punto de vista relacional, la dependencia hay que entenderla como un vínculo. Para que se establezca ese vínculo hacen falta al menos dos participantes, y que cada uno de ellos obtenga algo de la relación. Una combinación muy frecuente es la formada por una persona que necesita admiración constante, un narcisista, por ejemplo, y una persona con una personalidad dependiente. La necesidad del narcisista se ve colmada por la necesidad de adorar del dependiente. Otra es la del simple abusón que se aprovecha de las circunstancias o, en su grado extremo, la del déspota que necesita esclavos. Estas relaciones también pueden establecerse a nivel grupal entre el líder y sus seguidores. Un beneficio secundario de la posición dependiente es disponer de una especie de responsabilidad limitada por el privilegio de no tener que tomar decisiones.
La relación de dependencia suele ser mutua, aunque con roles formalmente diferentes. El aspecto menos visible de la relación queda al descubierto cuando, por un motivo u otro, falta la persona dependiente. Entonces se ponen de manifiesto las carencias sociales, psicológicas y cotidianas del que ocupa la posición dominante. Con frecuencia es él quien no sabe dar un paso por sí solo en la vida real. Incluso el esclavista resulta patético sin su esclavo y, claro, cuando ve amenazado su equilibrio, puede actuar violentamente.
En drogodependencias, este fenómeno da lugar a lo que se denomina como codependencia, que es la relación que vincula al drogodependiente y a su cuidador. El drogodependiente depende en todo de su cuidador, generalmente madre o esposa, y el cuidador dedica su vida a su cuidado, a la vez que se acostumbra a tener a alguien que depende absolutamente de él. Cuando el drogodependiente mejora y se hace más autónomo, con frecuencia el cuidador comienza a sentirse mal (síntomas ansioso-depresivos), sin saber bien por qué, sobre todo si no ha realizado un proceso psicoterapéutico paralelo o de pareja.