Una cosa es prometer para seducir y otra cumplir las promesas tras lograr el fin. Un año después de la anexión de Crimea, la comunidad tártara, la más antigua de la península, lucha por hacer realidad los derechos que Rusia le garantizó a cambio de consentir el “retorno” a la jurisdicción de Moscú. El presidente Vladímir Putin se hubiera ganado el apoyo de los tártaros si les hubiera dado el mismo nivel de competencias que a los tártaros de Tatarstán (república en la zona del Volga), es decir, un régimen autónomo dentro de la Federación Rusa, opina Ilmí Umérov, exjefe de la Administración de Bashjisarái, la histórica capital del Janato de Crimea. Antes de la conquista rusa en el siglo XVIII, en la península existió desde el XVI un estado vasallo del imperio Otomano.
Umérov es uno de los 33 miembros del Medzhlís de Crimea (órgano directivo nacional tártaro) y, como otros paisanos suyos, nació en Asia Central, donde los tártaros fueron deportados por Stalin en 1944. “La situación de los derechos y las libertades es muy deficiente hoy en Crimea”, dice.
En marzo de 2014, Rustam Minnijánov, presidente de Tatarstán, avaló una disposición del Parlamento de Crimea para garantizar la “paz y estabilidad”. El texto preveía cuotas del 20% para los tártaros en la Administración, el mantenimiento de las instituciones, la enseñanza preescolar en tártaro y el apoyo a los medios de comunicación en esa lengua. Pero resultó que la legislación rusa no admite cuotas, que a la televisión en tártaro (ATR) le niegan la renovación de su licencia, y que la lengua tártara —oficial en Crimea junto con el ruso y el ucranio— será marginada si prospera “un proyecto de ley de educación que da carácter facultativo a la lengua tártara”, según Eminé Avamíleva, miembro del Medzhlís y filóloga. “Antes de aprobar la ley de educación hay que aprobar otra sobre lenguas estatales obligatorias de Crimea y las normas para su uso”, señala. Los líderes rusos locales ya han manifestado su oposición a la obligatoriedad del tártaro.
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A diferencia de las escuelas ucranias, en su mayoría transformadas en rusas, los 15 colegios tártaros (de 576 en la península) se mantienen, pero con problemas, dice Avamíleva. Los libros de texto editados en Ucrania han sido ilegalizados, pero Rusia no los ha sustituido con sus propios manuales —el idioma tártaro de Tatarstán es diferente del de Crimea—, afirma Avamíleva. “Los alumnos forran los libros para ocultar que son ucranios”, dice Umérov. La legislación rusa garantiza el derecho a la educación en lengua natal y las escuelas pueden formar grupos de tártaro a petición de los padres. Pero las familias tártaras “están asustadas y los directores de las escuelas las disuaden”, indica Avamíleva.
Inicialmente, el Kremlin confió la tutela de Crimea a los líderes de Tatarstán, que visitaron la península e invitaron a los tártaros locales a estudiar su modelo lingüístico. A los tártaros de Crimea les gustó el modelo, que prevé la obligatoriedad del tártaro en la escuela. “Nos sentimos apoyados”, señala Avamíleva. En el verano, el Kremlin atajó los contactos directos entre tártaros del Volga y tártaros del mar Negro, explica una fuente de estos últimos.