Bajo un árbol, apostados detrás de unos sacos de arroz, en una suerte de garita improvisada, un grupo de soldados fuertemente armados vigilan en silencio el movimiento de los lugareños que cruzan la frontera entre Togo y Burkina Faso.
A lo lejos, en el campo, se adivinan las siluetas de los trabajadores, encorvados, arando la tierra. Riegan las semillas de sorgo y de maíz que plantaron antes de que llegaran las primeras lluvias. Como si nada, o casi, hubiera cambiado en Yemboate, en el norte de Togo.
Dentro de poco, las tormentas arrastrarán el polvo del «harmatán», el viento del desierto que cada año barre el país hacia las costas del oeste de África y crea un ambiente irrespirable.
Resulta difícil pensar que a menos de 30 kilómetros de allí, justo al otro lado de la frontera, en el este de Burkina Faso, los yihadistas y las milicias campan a sus anchas e imponen su ley. Que la violencia sea el pan de cada día y que los policías, médicos o profesores que no huyeron de allí sean sistemáticamente perseguidos, asesinados.
«Cuando era pequeño, nos pasábamos el tiempo nadando en el río» entre ambos países, hoy seco, cuenta Abdoulaye Mossi, apoyado en su bicicleta.
Mossi contempla con nostalgia el «patio de recreo» de su infancia: el curso de agua que separa su tranquilo pueblo de casas de adobe, Yemboate, de la aldea burkinesa vecina, justo enfrente.
Ahora, cuenta el campesino, «lo que reina es el miedo». Agricultores y comerciantes continúan circulando entre ambos países, sobre todo el martes, día de mercado, para vender las cosechas o el ganado.
«Pero ellos nunca están lejos. Suelen venir a que les reparemos las motos. Nunca le dirán a uno que son yihadistas, pero nosotros lo sabemos», murmura Mossi, que tiene a parte de su familia en Burkina Faso.
Así, los soldados togoleses vigilan de cerca. Con varios puntos de control y patrullas, tratan de garantizar la seguridad de las innumerables vías transfronterizas que hay entre la maleza, muy utilizadas por los yihadistas, que se desplazan en moto y se confunden entre los civiles.
Tras la caída del expresidente Blaise Compaoré, en 2014, Burkina Faso se sumió en el caos, como la vecina Malí, fomentado además por el hundimiento de Libia. Los grupos yihadistas afiliados a Al Qaida y al grupo Estado Islámico que pululan ahora por el país amenazan con continuar expandiéndose hacia el sur, hacia países costeros como Guinea o Togo, o a Benín, Ghana y Costa de Marfil.
Benín ya ha pagado las consecuencias, con el secuestro, en mayo de 2019, de dos turistas franceses que estaban de safari por el parque de Pendjari y el asesinato de su guía; y también con el ataque armado a una comisaría de policía a mediados de febrero cerca de la frontera con Burkina Faso.
En Costa de Marfil, golpeada en 2016 por un atentado en Grand-Bassam (sur), varios yihadistas que estaban siendo perseguidos por el ejército burkinés se refugiaron en los alrededores del parque nacional de Comoé (norte de Costa de Marfil) hace unos ocho meses y desde entonces no se han ido de allí.
La pandemia del coronavirus no hizo que se acallaran las armas. En Malí, Níger y Burkina Faso los ataques y los enfrentamientos continúan dejando multitud de víctimas.
– Santuarios –
Según varias fuentes de seguridad extranjeras y locales, muchas aldeas de Costa de Marfil, Togo o Benín ya acogen a células durmientes yihadistas, predicadores que se radicalizan en las mezquitas y en las escuelas coránicas.
«La amenaza terrorista es real y la presión, muy fuerte […] la sentimos cada día un poco más», afirmaba a finales de febrero a la AFP el presidente togolés Faure Gnassingbé, en plena campaña electoral para las presidenciales, en Dapaong, una ciudad del norte del país.
Llegado en helicóptero desde Lomé, a 650 km más al sur, el jefe del Estado aterrizó ese día en lo que se ha convertido en una «zona roja» para los turistas, misioneros o trabajadores humanitarios extranjeros que recorrían la región hasta febrero de 2019, cuando un cura español fue asesinado en un puesto de aduanas burkinés.
De momento, Togo se ha librado de la lacra de la violencia yihadista pero en su territorio se están produciendo infiltraciones y la amenaza es creciente. El país está inmerso en una carrera contrarreloj para evitar cualquier eventual ataque.
Según documentos militares confidenciales a los que tuvo acceso la AFP, cerca de 700 soldados togoleses están desplegados en la región de Savanes, fronteriza con Burkina Faso, en el marco de la operación «Koundjoaré», lanzada en septiembre de 2018.
Mantienen vigilada la frontera invisible, de un centenar de kilómetros, bordeada al oeste por Ghana y al este por Benín, por la que circulan cazadores furtivos, salteadores de caminos y productos de contrabando: marfil, armas, drogas y, sobre todo, oro, uno de los principales recursos económicos de la región, también de los grupos armados.
En estas regiones alejadas de la costa y de su desarrollo económico, en las que el Estado está prácticamente ausente, los parques y los bosques, muy densos, se están convirtiendo en verdaderos santuarios para los yihadistas.
En Burkina Faso, a menos de 30 km de la frontera con Togo, un grupo especialmente temible se ha instalado en la reserva forestal de Pama y lleva dos años perpetrando ataques violentos contra las fuerzas de seguridad y los viajeros.
Sus combatientes, vinculados al grupo Ansaroul Islam -acusado de sembrar el terror en el norte de Burkina Faso y en el centro de Malí-, estarían detrás de varios secuestros de occidentales en los últimos años, según fuentes de seguridad francesas.
«El norte de Togo puede servirle a esos yihadistas para desparecer durante un tiempo tras largas campañas o de zona de repliegue cuando la presión al otro lado [de la frontera] es demasiado fuerte, mezclándose con la población», explicó una de estas fuentes, que pidió el anonimato.
– Labores de inteligencia –
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El ejército ofrece consultas médicas gratuitas, construye pozos y restaura escuelas en ruinas. «Es necesario que nuestro paso sea visible», dijo el jefe del Estado a los soldados durante su visita al norte del país. Nada de «vejaciones», nada de «pequeñas corruptelas», advirtió.
Los gobernadores y los alcaldes trabajan también codo con codo con los jefes tradicionales y con los líderes religiosos para obtener información del terreno.
Aunque la principal herramienta del gobierno son los servicios de inteligencia, formados y bien equipados por potencias como Israel -un país con el que al padre del actual presidente, el general Eyadéma -que estuvo 38 años en el poder- guardaba una estrecha relación.
Esos servicios infiltran autocares de viajeros e interceptan las telecomunicaciones, lo que, según el gobierno, permitió el «desmantelamiento» de varias «células terroristas» y el arresto de decenas de presuntos yihadistas. Oficialmente, todos eran extranjeros, sobre todo burkineses, y fueron extraditados a sus países.
En cambio, Benín adolece de una falta de servicios de inteligencia, y está considerado el «eslabón más débil» en la lucha antiyihadista por varias fuentes de seguridad regionales.
«El presidente [beninés] Patrice Talon negó durante mucho tiempo la realidad respecto a la situación el norte», afirma una de ellas. «Ante todo, quería desarrollar el turismo en el parque de Pendjari. Hasta el secuestro [de los dos franceses] no empezó a enviar refuerzos».
Las fuerzas de seguridad de Togo, Benín, Costa de Marfil y Ghana han participado en varias operaciones militares conjuntas con Burkina Faso desde 2017. Pero esta cooperación no deja de ser difícil en la práctica, pues las relaciones entre Togo y Benín son bastante malas.
«La cooperación se acaba viendo obstaculizada por una cultura de desconfianza entre Estados», señala Antonin Tisseron, investigador en el Instituto Thomas More. «Al margen de algunas operaciones conjuntas, puntuales, da la impresión de que cada cual mira por su propio interés».
– Dinero y motos –
Al contrario que sus vecinos Benín y Burkina Faso, Togo se apoya en un ejército experimentado, que participa en varias operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU, como en Malí, contra los yihadistas. Esta compuesto principalmente por miembros de la etnia kabye, a la que pertenece la familia Gnassingbé, y que le permitió asentar su poder desde hace más de medio siglo en el país.
Por otro lado, muchos temen que esta «lucha contra el terrorismo» contribuya a amordazar a los detractores de Faure Gnassingbé.
El presidente, de 53 años, gobierna desde 2005 y cuenta con el apoyo sólido de sus socios internacionales, empezando por Francia, pese a los reiterados abusos cometidos contra opositores y activistas, denunciados por organizaciones de defensa de los Derechos Humanos.
Según dijeron diplomáticos franceses que pidieron no revelar su identidad, su prioridad es la «estabilidad» de la región. Y, por ende, un poder fuerte, del que Gnassingbé se presenta como garante, señalando siempre hacia la situación en Burkina Faso como posible alternativa.
En Lomé, Agbéyomé Kodjo, candidato perdedor en las presidenciales de febrero (que ganó Faure Gnassingbé con más del 70% de los votos), pasó varios días detenido a mediados de abril por haberse proclamado presidente electo.
Entre 2017 y 2018, Togo atravesó una grave crisis política con manifestaciones masivas en las que se reclamaba la dimisión del jefe del Estado, sobre todo en el centro del país (musulmán), que fueron duramente reprimidas por las fuerzas de seguridad.
«Los países del Golfo de Guinea presentan muchas debilidades internas», considera Antonin Tisseron. «La pobreza, la falta de empleos y de perspectivas de futuro, la represión de cualquier forma de protesta social y la estigmatización de los musulmanes crean un terreno en el que pueden prosperar los yihadistas».
Como en otras partes de la región, los yihadistas llevan a cabo una «penetración por etapas», con la emergencia de asociaciones caritativas financiadas por organizaciones islámicas radicadas en la península arábiga, en Catar y Arabia Saudita, principalmente.
Estas asociaciones defienden un enfoque más riguroso que el del islam tradicional, con fama de moderado y muy limitado por el Estado, profesado aproximadamente por una cuarta parte de los togoleses.
«Empiezan con la concienciación de masas, sin confrontación abierta con las autoridades», analiza una fuente de seguridad occidental. «Cuando se sienten lo bastante fuertes, asesinan a imanes moderados y luego atacan comisarías de la policía y de la gendarmería».
De este modo, en 2019, una oenegé de la que no tenían constancia las autoridades musulmanas, se instaló en Dapaong, donde cohabitan diferentes confesiones religiosas.
Maman Amadou, el imán de la mezquita central, es uno de los pocos jefes religiosos que acepta hablar sobre el auge del extremismo sin esconder su identidad.
«Empezaron a predicar un islam radical en una quincena de aldeas y a construir mezquitas, incluso repartían dinero y motos entre los jóvenes», cuenta a la AFP. «La gente les escuchaba».
«No los conocíamos y no respondieron a ninguna de nuestras convocatorias. Al final, avisamos a las autoridades», explica el imán Amadou.
Presionada, la oenegé terminó por dejar la aldea, cuenta el religioso. Él nunca supo de dónde llegaron esos «extranjeros» ni adónde se fueron. «Nunca más oímos hablar de ellos». AFP